por Jorge Tricás Pamelá
Por catastróficos que hayan sido los acontecimientos que el chavismo-madurismo trajo consigo en este siglo, no deberían sorprendernos si consideramos las advertencias que, desde la antigüedad griega hasta nuestros días, nos han hecho los grandes pensadores de la humanidad acerca de lo que ocurre cuando, una sociedad cualquiera, al caso como la venezolana, da la espalda y olvida completamente los principios axiomáticos que sustentan al mundo público y político, perdiendo, así, su libertad y, con ella, la vida democrática.
Desde esta perspectiva aleccionadora, y ante la avalancha de catástrofes que el torrente devastador del chavismo-madurismo ha traído a Venezuela, hoy resulta más que oportuno recurrir a estos pensadores de la filosofía política para que, en el ámbito de un coloquio imaginario que discurra entre juicios y opiniones, nos recuerden aquellas máximas políticas cuya inobservancia nos trajo hasta aquí.
Así, pues, el primero de ellos en tomar la palabra en este coloquio imaginario sería el maestro Sócrates. Y lo haría para recordarnos que, desde los griegos y su concepción de la paideia como el arte de saber ser y saber hacer dentro de la polis, los logros del mundo político han dependido siempre de la capacidad que para la comunicación muestren los ciudadanos a través de sus diarias conversaciones en la plaza publica: lugar excepcional en el que ejercitamos nuestra condición de ser plurales y diversos.
Un olvido muy costoso – Factores de Poder
De manera que, para Sócrates, maestro del sarcasmo y la ironía y gran aficionado a la plaza del mercado “una vida que no se examina es una vida que no merece ser vivida”. Sentencia, ésta, que repetía constantemente y que se aplicó a sí mismo al manifestar públicamente “sólo sé que no sé nada” haciendo gala, no sólo de no ser sabio, sino de aprender de los demás, de buscar siempre el saber en lugar de ofrecerlo y de buscarlo a través del dialogo y, muy especialmente, del autoconocimiento o “el pensar sobre uno mismo”.
Ahora bien, esta apuesta por “el pensar” como una actividad que, al garantizar la autonomía moral y política de cada quien como ciudadano, dignifica al mundo político, da pie para que en este coloquio de amigos opine la persona que, sin duda, ha hecho los mayores intentos en este mundo por querer llevar la moral al escenario político; aunque como político haya sido un verdadero fracaso: Platón.
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En efecto, a decir por este gran pensador ateniense fundador de la Academia a objeto de que en ella se estudiasen las ideas y los principios políticos más esenciales, el hombre, en esta vida, solo logra su emancipación moral y su liberación política a partir de la ilustración y el esclarecimiento de las ideas que, obviamente, obtiene fuera de la caverna.
Y lo logra siempre y cuando pueda zafarse de las cadenas que lo sujetan a la pared de la cueva, y pueda huir de esa oscuridad que lo obnubila y que lo condena al ciego conformismo, a las creencias gregarias, a las convencionalidades y a las normas irreflexivamente aceptadas que normalmente suscribe en este mundo la hoi polloi o la mayoría.
Un liberador principio político y moral cuyo significado, por desgracia, no fue asimilado por la mayoría de la sociedad venezolana, si consideramos que la tiranía totalitaria que padecemos hoy, en el fondo, no es más que un problema de incultura política.

En efecto, la caverna, expuesta al final de La Republica, una de sus grandes obras, es la figura ejemplar de uno de los mitos de Platón en el que se resume su teoría política y moral. A días de hoy, aún suele utilizarse para apuntalar la importancia que tiene la idea del Bien en la metamorfosis de un individuo que busca trascender un “yo” replegado y atrapado tanto en su monótona cotidianeidad, como en una vida desorientada por vanos y superfluos apetitos materiales. En suma, una moral utilitaria, pragmática y a ras de suelo que, en absoluto, es capaz de reparar en aquellos principios morales e ideales de altura, que nos conducen al bienestar político por la vía democrática.
No olvidemos que, para Platón, la estructura de un Estado justo y sano debe reflejar, de hecho, las tres partes que componen el alma humana: la inteligencia (nous), el coraje (thymós), y los deseos o apetitos (epithymíai). Una triada donde la inteligencia se alía con el coraje para poder domesticar los banales apetitos de la vida que a diario nos acosan, a efecto de instituir, así, una polis justa y ordenada a partir del cultivo de las virtudes de sus ciudadanos.
Es obvio que para Platón el Estado será justo solo si sus ciudadanos también lo son; ya que la corrupción del alma y la corrupción del estado, son una y la misma cosa; una sentencia que, en más de cuarenta años de vida democrática, lamentablemente, jamás logró calar en el imaginario de la sociedad venezolana.

Visto así, y de acuerdo con esta interpretación del maestro Platón referida a la responsabilidad moral del individuo en lo público, será Aristóteles, su mejor discípulo el que, a mano alzada y con bastante agudeza, les recuerde a los venezolanos que, en esta vida, lo único que motiva la excelencia de la persona aportando sentido y significado a la convivencia democrática que se ha de llevar en la polis, es el hecho el vivir conforme a las virtudes o cualidades ciudadanas que componen la figura del zoon politikón u hombre político que todos llevamos por dentro. Hablamos de una máxima política que la sociedad venezolana ignoró completamente en el transcurso de la democracia representativa del siglo XX.
En efecto, a decir por el Estagirita Aristóteles la práctica y el ejercicio de unas virtudes ciudadanas solidarias, cívicas y cooperativas son la clave de una vida democrática con sentido y la mejor garantía con que cuenta toda comunidad en la construcción de su mundo político.
Bien es verdad que la inobservancia de estos principios axiomáticos aportados por los tres pensadores más brillantes que tuvo el mundo griego finalmente hizo que, en Venezuela, la democracia se convirtiera en un proyecto político inviable. Al caso, la consecuente caída despótica sobrevino inmediatamente por cuenta del movimiento pro-totalitario que lideró Chávez en la década de los noventa.
Así, pues, en el contexto de esta oscurantista tiranía totalitaria que hoy embarga a Venezuela, tenía que ser el gran amigo de juventud de Montaigne, el valeroso e insigne Étienne de la Boétie -autor del “Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el contra uno” escrita, probablemente, en 1552 cuando solo tenia 22 años, obra que versa sobre el ciego deseo de obediencia que contagia a los hombres cuando han perdido la libertad- el que, con gran pasión y vehemencia, en esta improvisada velada de pensadores del mundo político tome la palabra para manifestarle a todos los venezolanos y, en especial, a la dirigencia opositora que lidera Juan Guaidó, lo siguiente: “Es extraordinario oír hablar de la valentía que la libertad pone en los corazones de aquellos hombres que la defienden”. Y lo hace a fin de persuadirlos acerca del compromiso que como ciudadanos todos tenemos de defender la libertad, en todo momento y lugar.

No olvidemos que fue precisamente el mismo Étienne de la Boétie el que, en 1548, comprendió que la servidumbre no solo era forzosamente devastadora para la libertad, sino que además destruía y arruinaba a la persona por dentro cuando, con gran angustia, nos advertía que “con la libertad, de un golpe, se pierde también el valor de cada quien” queriendo destacar que los individuos que están sometidos “no sienten bullir en el corazón el ardor de la independencia, que nos hace despreciar el peligro y nos da el deseo de conquistar el honor de la gloria, por cuenta de una bella muerte entre sus compañeros”.
En estos términos, bien se puede afirmar que los tiranos saben de sobra que el mayor obstáculo al que se enfrentan es, de hecho, a un conjunto de ciudadanos dispuestos a defender la libertad en las calles, con coraje y valentía, y que, frente a ellos, el despotismo que encarnan no tiene ninguna opción de perpetuarse.
Hablamos de un coraje y de una valentía que, alerta, merman y se extinguen a medida que los ciudadanos dejan de pensar en la chose publique o cosa pública, y se repliegan en su acotado mundo de privacidad para disfrutar, así, de sus bienes materiales dejando de lado el cuido y la defensa de la libertad.
Esta idea tan arrolladora y desconcertante, que como presagio de una catástrofe inigualada devasta al mundo político por dentro y por fuera, será planteada en este encuentro imaginario de hoy, por el más preclaro pensador político de la democracia: Alexis de Tocqueville. Y lo hará consciente que, del abandono de lo público a la tiranía, no hay más que un paso. Un paso en falso, sin duda, que la sociedad venezolana nunca ha debido dar, si realmente quería vivir en democracia.
Al caso, Tocqueville tenía razón cuando nos advirtió que una igualdad democrática desprovista de principios y de valores podía conducirnos rápidamente a la masificación, a la indiferencia, al descuido de lo público y al olvido de la libertad. Un olvido y un descuido, cuyo efecto contraproducente más inmediato es que nos conduce rápidamente al despotismo y a una tiranía como forma de dominación. Un aserto de Tocqueville que los venezolanos, en su momento, debimos haber considerado seriamente si queríamos evitar caer en este pandemónium totalitario en el que hoy nos encontramos.
Cabe decir ahora que nadie como Tocqueville ha sabido poner al descubierto cuales son los riesgos que corren los hombres cuando fundamentan la democracia única y exclusivamente en la igualdad de condiciones, en el bienestar material y en la patología moral del individualismo -encierro en lo privado y desinterés por lo público- dejando de lado el cultivo y el cuidado de la dignidad y la libertad de la persona.
Un individualismo anómalo e infrapolitico que sumerge a los agentes sociales en una atmósfera de rutinaria mediocridad y que, si lo miramos de cerca, no es más que un suicidio colectivo.
Después de escuchar las advertencias de Tocqueville, es obvio pensar que si la sociedad venezolana y la cohorte de dirigentes políticos que gobernaron al país en el último tercio de siglo, hubiesen reparado en los planteamientos esencialmente políticos que el insigne parisino esbozó en su gran obra La democracia en América, seguramente hoy no seríamos víctimas de este holocausto rojo en el que nos ha sumergido el chavismo.
Tras las sabias advertencias del mejor pensador y analista que ha tenido la democracia, será la irreverente Hannah Arendt quien ahora tome la palabra para indicarnos que, esta peligrosa masa despolitizada que emergió en pleno siglo XX, de hecho fue el soporte del peor de los regímenes de dominación que haya sufrido la humanidad: el totalitarismo. En efecto, Arendt nos indica que, el totalitarismo, para poder colmar su objetivo de control total tanto de la vida pública como de la privada, se vale de dos armas realmente devastadoras: el terror y la ideología.
Según ella, desde los griegos, ningún régimen de dominación se había atrevido a utilizarlas de manera conjunta para someter a una población indefensa; dominación perversa y demencial que hará que estallen todas sus categorías de pensamiento político, sus criterios de juicio moral y su sentido común o ese maravilloso órgano de uso democrático que la inteligencia colectiva hace servir para la construcción de un mundo civilizado.
Cabe decir que, con ello, el totalitarismo no hace más que aniquilar nuestra voluntad y nuestra capacidad de comprensión de la realidad; claro está, siempre al precio del aislamiento y del manso sometimiento de la población, tal como ocurre hoy en Venezuela.
Ahora bien, en esas difíciles circunstancias ¿qué podemos hacer? ¿cómo batallar frente a este régimen totalitario? Pues bien, tal como lo indica Arendt, ser capaces de orquestar poder actuando concertadamente en lo público, a objeto de frenar la violencia propia de un régimen totalitario, hecho para aniquilar a sus oponentes.
Así pues, el mayor daño que como sociedad hemos podido infligir al ámbito de la política ha sido olvidar aquella clara observancia que muy sabiamente nos refiere el último invitado que hoy toma la palabra, el gran artífice de la teoría de la separación de los poderes como fórmula que equilibra la vida política: Charles Louis de Secondat o Barón de Montesquieu, cuando, en El espíritu de las Leyes, su gran obra, hará inmortal la célebre frase “le pouvoir arrêté le pouvoir” esto es: “solo el poder (concertado) puede detener y contrarrestar (el abuso violento) del poder” ya que, en este mundo y por desgracia “los hombres aislados carecen de poder”.
En este sentido y como bien argumenta Hannah Arendt, autora de la insuperada obra Los orígenes del totalitarismo, defender la libertad con todo el poder del que son capaces los hombres cuando actúan de común acuerdo en lo público, más allá, incluso, de los bienes materiales y del marco legal que impone el régimen es, sin duda, la única proeza que en este mundo luce capaz de derrotar en buena lid a la violencia que todo gobierno totalitario impone.
De manera que, ante la tragedia que nos ha traído el chavismo-madurismo, la sociedad venezolana hoy tiene que admitir que haber ignorado los principios axiomáticos que desde la antigüedad han sustentado al mundo político, ha sido el peor de los equívocos que hemos podido cometer. Una grave inobservancia que finalmente ha permitido que se instaure en el país lo que, en este coloquio imaginario, estos insignes pensadores de la vida política de la humanidad nos advierten que ocurre cada vez que, en una comunidad política, la libertad, no se defiende como se debe: una tiranía, hoy totalitaria.
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