Esta es la segunda entrega de una serie de artículos escritos por Pedro Bofill para Factores de Poder sobre el estado de la democracia española.
Puedes leer la primera parte haciendo click en este enlace.
Consenso y madurez democrática, por Pedro Bofill
El diálogo y el acuerdo —que son sin duda las herramientas más eficaces de que disponen las sociedades que viven en libertad para solventar sus dificultades y desencuentros—, volvieron a mostrarse como la palanca idónea para vencer la profunda crisis económica de los años setenta que amenazó el proceso hacia la democracia.
La envergadura de esta crisis quedó perfectamente plasmada en la célebre frase de Fuentes Quintana, vicepresidente económico, cuando afirmó que “O los demócratas acabamos con la crisis económica o la crisis acaba con la democracia” —aserto compartido por los partidos políticos— las organizaciones empresariales y por los sindicatos UGT y CCOO —que, aunque recién salidos de las catacumbas de la clandestinidad—, mostraron una asombrosa madurez fraguada en el convencimiento de que la superación de la crisis económica, y sus graves secuelas sociales, era imprescindible para velar por el bienestar de los trabajadores, defendiendo el sistema de libertades necesario para lograr un marco legal de relaciones y derechos laborales similar al existente en los países democráticos.
La responsable predisposición al acuerdo de todos los actores permitió elaborar y suscribir los célebres Pactos de la Moncloa.
Fueron aquellos unos pactos firmados por los dirigentes de los partidos políticos democráticos de ámbito estatal y autonómico con verdadera vocación de estadistas, quienes, como dijo Disraeli y posteriormente Churchill, “son los políticos que están pendientes del bienestar de las próximas generaciones y no de las próximas elecciones”.
Esa iniciativa fue otro de los grandes aciertos del presidente Suárez ante la desoladora situación económica. Conviene recordar que aquella era una economía rígida e intervenida, heredada de la dictadura franquista, en la que el sector empresarial lo constituían una serie de monopolios ligados a la gran banca o controlados por el Gobierno.
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Era, pues, una economía incapaz de hacer frente a los retos de una crisis mundial ocasionada por la subida de los precios del petróleo.
La inflación llegó a ser del treinta por ciento y el Gobierno se vio obligado a una devaluación del veinte por ciento en un ambiente social cada día más tenso, en el que arreciaba el descontento de una gran parte de la sociedad.
Los principales acuerdos se fundamentaron en la contención salarial, en la implantación de un régimen fiscal moderno basado en un impuesto progresivo de la renta que permitiría recabar los ingresos necesarios para impulsar los sistemas educativo y sanitario, así como en el control de las disponibilidades líquidas monetarias y la reforma del sistema financiero y de la Seguridad Social.
Aquellos pactos propiciaron el reajuste de la estructura económica que harían posible posteriormente la integración en Europa y el disfrute de una dilatada etapa de bienestar.
Fueron unos pactos únicos e irrepetibles –insisto, irrepetibles–, por las características de la crisis que padecía España y la situación política por la que atravesaba.
Una vez más se constataba de manera contundente la fuerza revolucionaria que en los países civilizados tienen el diálogo y el acuerdo como instrumentos allanadores de problemas y dificultades.

Es oportuno recordar que estos instrumentos son ahora, en la actualidad, más necesarios que nunca y a ellos deberían recurrir con voluntad decidida los dirigentes políticos para resolver los problemas, en lugar de utilizarlos como una simple añagaza electoral.
Sirva lo anterior como homenaje a aquellos responsables políticos, sindicales y empresariales (aunque estos dos últimos no los firmaran, ya que la ratificación corrió a cargo de los representantes de la soberanía nacional) que no dudaron en ponerse a disposición de los españoles para solventar sus angustias y penurias.
Ese espíritu de colaboración presidió todo el periodo constituyente que alumbraría una ejemplar constitución, la actual Constitución Española, que ofrece un marco legalmente avanzado y válido, amparador de todas las sensibilidades, excepto la de aquellos que ahora quieren cambiar de «régimen».
Siendo esta Constitución la que nos ha permitido gozar de una de las democracias más avanzadas del mundo, por delante de las de Bélgica, Francia, Italia…, según el “’Democracy Index’ de la Unidad de Inteligencia de ‘The Economist’, planteo a los que persiguen dinamitarla estas inquietantes preguntas:

¿Qué régimen nos quieren ustedes imponer?
¿Un régimen “chavista” venezolano?¿Una república de corte estalinista?
¿Qué tipo de república?
No basta con abanderar esa forma de gobierno como un logro cualitativo, porque aunque sea una perogrullada repetirlo, no siempre es sinónimo de libertad.

La capacidad negociadora mostrada por los demócratas españoles y los importantes acuerdos alcanzados entre los principales partidos políticos nos granjeó el respeto, no exento de admiración, de la comunidad internacional, que contempló como en un país, España, se superaban décadas de enfrentamientos de manera consensuada.
El conocido como Proceso de Transición Española fue el modelo que siguieron muchos países para establecer la democracia.
Pese a los esfuerzos cívicos de la inmensa mayoría de la sociedad española, que impulsaba una convivencia basada en el respeto —concepto, en mi opinión, mucho más preciso que el de tolerancia, ya que ésta siempre conlleva para quienes la pregonan la aceptación del contrario desde la superioridad de sus convicciones—, los desmanes de los criminales y de los nostálgicos guardianes de las esencias e intereses franquistas cubrieron de oscuridad nuestras vidas y nuestro futuro.
Es preciso hacer hincapié en la justa benevolencia de las Cortes Generales, que, buscando la reconciliación de los españoles, aprobaron la Ley de Amnistía de octubre de 1977. Esta norma, a todas luces necesaria, fue respondida por parte de los grupos terroristas ETA y Grapo con fríos asesinatos, extorsiones y secuestros.
Los nostálgicos del franquismo por su parte se refugiaron en desestabilizar a la reciente democracia preparando el golpe de estado del 23 de febrero de 1981.
El intento de golpe de estado del 23 de febrero constituyó realmente el momento más triste de la transición democrática. Para los que estuvimos secuestrados por los militares facciosos fue un momento amargo, angustioso, penoso, decepcionante.
Tuvieron los sediciosos un comportamiento execrable, perpetraron una inexcusable traición al volver sus armas contra los representantes de la soberanía nacional, y por ende contra la sociedad española; contra aquellos que habíamos depositado esas armas en sus manos para que defendieran nuestra libertad y convivencia.
Fue un acto de cobardía, agravado al abrir fuego contras los diputados en el templo de la palabra, lo que mancilló su uniforme y el prestigio de España en todo el mundo libre.
Hay tres momentos que por su importancia y significado quiero destacar
El primero, escenificado en el artero intento del sedicioso teniente coronel Tejero de derribar al honorable teniente general Gutiérrez Mellado al suelo atacándolo por la espalda, acto ruin que no logro su objetivo por la firmeza mostrada por el teniente general.
En ese instante quedó plasmada la derrota de un ejército caduco, representado por los golpistas, y el nacimiento de unas nuevas fuerzas armadas que hoy son una de las instituciones mejor valoradas por la sociedad española; unas fuerzas armadas cuyo prestigio han ganado por su afán de servicio, por su defensa de la libertad y su disposición y buen hacer en las muchas misiones encomendadas por las Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales en favor de la paz.
El segundo momento se concreta en la lastimosa y humillante imagen dada por personas que vistiendo el uniforme saltaban por las ventanas del Congreso despavoridos al comprobar el fracaso de sus cobardes objetivos, cuando horas antes habían hecho uso de sus armas contra todas las personas que estaban en el hemiciclo del Congreso, en las tribunas de prensa y en las de invitados.
El tercero lo constituye el estruendoso aplauso que a modo de desagravio y homenaje dio unánimemente el Congreso de los Diputados al reanudar la sesión de investidura al teniente general Gutiérrez Mellado, que con su gallardía había defendido el honor de los nuevos ejércitos, a los que mostró cuál era su cometido en la naciente democracia: La defensa de la libertad y de la convivencia.
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