- Artículo de opinión escrito por Manuel de la Cruz, desde España
Amada, hoy te escribo desde los últimos latidos de un corazón desgarrado. Pensarte se convierte en un rosario de espinas, que ata todo compartimento de la mente. Quisiera amarte con ese afán hercúleo, juvenil, de quién a pesar de los embates infernales sabe sus penurias tendrán aliciente en un reencuentro jubiloso.
Hoy no. Temo que tras derrotar las hordas de la infamia, me encuentre tan solo con la sombra de tu cadáver. Dificulto apreciar siquiera los gélidos labios de tu inerte cuerpo. El país de mi infancia, donde pululaban las esperanzas simplemente no está.
Quisiera al menos peregrinar las áridas dunas que dan cobijo a tu recuerdo. Quizá en un amago del destino, como escarcha de nevisca, las arenas consuman estos ojos que te lloran para no dar con tu desencarnada presencia.

¿Dónde están los maestros del areópago? ¿No es de su parecer considerar gratificante una muerte digna antes que vivir en deshonra? Entiendo ahora la belleza del martirio, del verdadero. ¿Qué mayor acto final que el del centurión que se arroja sobre su espada antes de capitular el honor?
A ti, amor de un tiempo que no viví, nostalgia por los años que no tuve; quiero dedicarte esta carta de despedida. Diríase que escoger esta senda es una capitulación, no, la rendición solo es cuando existen todavía posibilidades de lucha.
¿Cuántos torrentes de sangre y lágrimas exigen tu causa? ¿Qué más quieres, oh tú, que del tiempo y cada aliento de vida te has vuelto señora? Eres diosa ingrata, que prefiere extinguirse antes de voltear sus ardorosos ojos hacia aquellos acólitos delirantes que aún le rinden tributo.
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Moriré pronto, lo he visto en los augurios. Quizás demasiado pronto para beber una vez más de tus ríos. ¿Pero qué más da una vida humana ante el concierto atemporal de la historia? Somos neblina. Como una pesada losa, cada noche ahoga mi sueño un pensamiento: ¿acaso podrán mis cenizas yacer junto a las tuyas?
Aunque hoy duela, no me arrepiento haberte dedicado los instantes más prósperos de mi existencia. Un mayor grado de apatía me hubiese blindado de tan angustioso desamor, pero jamás me habría dotado del virtuoso brío de la coherencia. Que al menos esa flor adorne nuestra tumba.
El filo se acerca. Veo la tenue luz reflejada por el acero como las puertas hacia el anhelado descanso, pero, también en ella veo si acaso reflejados los rostros de la bestia. ¿No es este mismo puñal que blando, propósito de justicia?
La muerte pueda esperar, y aunque, entre las tinieblas ignoras mis impulsos; sé que como avatar de venganza podría dotar de significación a esta vida desolada. Ítaca de mi espíritu, ¿podrás alguna vez renacer como tanto lo vaticiné? Da igual, aunque no te devuelva, te vengo.
Amada mía, tierra de gracia y enigma. Atávico lazo me une a ti, como un amor sempiterno de olímpica hechura. Te amo, entre cólera y esplín. Te amo, aunque solo nos quede la sombra de tu cadáver. Te amo, aunque no vuelvas a estar.
Te buscaré como Orfeo a Eurídice, pero primero apagaré la risa de quiénes te profanaron.
—Manuel de la Cruz es politólogo egresado de la Universidad Central de Venezuela.
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