La imposición de las cuarentenas y la cultura del distanciamiento social, junto con la negativa a que los niños y adolescentes regresen a sus clases y actividades extracurriculares, está creando una lenta pero firme catástrofe de salud mental que podría durar por décadas.
El empobrecimiento económico es una calamidad palpable, pero igual de pernicioso, aunque menos tangible, es el deterioro psicológico del encierro en la “nueva normalidad”. Las preocupaciones han sido manifestadas por múltiples expertos y organizaciones en el mundo. Sin embargo tales advertencias han sido desechadas por los gobiernos, todo sea en nombre de “reducir la propagación del virus”.
El postureo moral de autoridades educativas y dirigentes profesorales —que en el caso de Venezuela están eternizados en sus cargos— los ha arrastrado a una irracionalidad hipocondríaca y paranoica que no muestra mayor signo de preocupación genuina por la situación de estancamiento la juventud —incertidumbre que va a cumplir un año y parece que se extenderá en el tiempo—, a pesar de que haya un riesgo tendiente a cero de que las personas jóvenes se enfermen de COVID-19 y que para los profesores de forma similar haya un riesgo bajo de enfermarse seriamente de este virus —riesgo que existía previamente con múltiples virus y amenazas de la naturaleza—.
En agosto del año pasado, más 100 especialistas de Inglaterra en psicología, salud mental y neurociencia publicaron una carta abierta dirigida al Secretario de Educación donde señalaban, entre otras cosas, que “como expertos que trabajamos en diferentes disciplinas, estamos unidos en urgirle que reconsidere su decisión y que libere a los niños y jóvenes del confinamiento”.

La carta rezaba: “Permítanles jugar juntos y continuar su educación regresando a la guardería, la escuela, la secundaria o la universidad; así como disfrutar actividades extracurriculares como el deporte y la música, de la manera más normal y pronta posible”.
Por su lado, la encargada de Psicología Educativa del Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos de España, Andrea Ollero, advierte desde abril del año pasado que “los niños, especialmente los menores de 6 años, tienen la necesidad de salir a la calle para regular su desarrollo neuronal y recibir estímulos vitales, por lo que las autoridades deberían empezar a permitirles salir de casa durante esta etapa excepcional de confinamiento por la crisis del coronavirus” .
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Más de 8 meses después de ambas declaraciones, la situación se ha deteriorado significativamente. Peor aún, no se ve luz al final del túnel. Aunque cada vez menos personas cumplen con estas políticas, incluso levantado el confinamiento, se plantea al mantenimiento de muchas medidas antinaturales como el uso generalizado de mascarillas por personas sanas y una reducción “voluntaria” de la interacción social. El impacto psicológico dejó de ser un peligro potencial, ya es un daño manifiesto.

Se trata de una generación joven que no visualiza un futuro esperanzador, sino incierto, en declive e incluso distópico. Los efectos de esto en la estabilidad mental aún son inconmensurables.
Conejillos de indias del mundo virtual
Hace un año se realizó un experimento en adolescentes para evaluar cómo responderían si se les negaba el contacto con otros de su misma edad. Los resultados fueron lapidarios. Desprovistos de interacción con su propia generación, los adolescentes gradualmente desarrollaron rabia y miedo, bebían más alcohol y se les hacía más difícil interactuar con otros.
Por supuesto, estos adolescentes no eran humanos sino ratas de laboratorio, aunque más de una persona podría estarse preguntando si un experimento similar se les está aplicando, y con qué efectos. Los adolescentes en previas crisis debían enfrentar el riesgo de ser víctimas de algún acto de guerra, ser matados por la gripe española o ser enviados a pelear en alguna trinchera. Pero los cambios suscitados con la “nueva normalidad” son inéditos —las cuarentenas siempre han sido para los enfermos y nunca se ha aplicado una de forma global y universal—, relativamente invisibles y más ubicuos —presentes en todas partes al mismo tiempo—.
Todos, pero especialmente los adolescentes, necesitan su vida social de la misma manera que los bebés necesitan comida, sueño y calor. Toda la ciencia y experiencia humana indican que el proceso de convertirnos en adultos ocurre mientras pasamos menos tiempo con nuestros padres y más tiempos con nuestros pares generacionales. Compartir con nuestros amigos, desarrollar nuestras primeras relaciones románticas, competir, trabajar en proyectos conjuntos, romper y reparar lazos sociales, son algunas de las actividades más elementales que nos enseñan cómo ser independientes y autónomos, al igual nos dan sentido de pertenencia.

Antes de la llegada del confinamiento la situación no era prometedora. La interacción digital ya estaba sustituyendo en muchos adolescentes la interacción cara a cara. La cohesión social en todo el mundo estaba en declive, las comunidades estaban cada vez más atomizadas, se empujaba una cultura contra los lazos duraderos y presenciales. La fragmentación familiar, la adicción al teléfono, la pornografía, las citas virtuales, la economía digital, la reducción de los espacios tradicionales de encuentro social, son algunos signos de esta modernidad con sujetos hiperinvidividualizados.
Pero lo que vemos ahora es una intensa aceleración de esta tendencia. Dicho vacío espiritual está siendo sustituido por el mundo digital artificial y todos los vicios que conlleva. Por dar un solo ejemplo, un reporte de enero de 2021 sobre el bienestar y salud mental de los jóvenes asoció un “fuerte uso de las redes sociales” con una intensificación de malestares psicológicos, especialmente en las mujeres.
Mientras que es sumamente improbable que el nuevo virus esparcido por el mundo mate a cualquiera menor de 25 años, hay una pandemia silenciosa de rampante ansiedad y depresión aplastando las mentes de los jóvenes. El Colegio Real de Psiquiatras en el Reino Unido advirtió recientemente que el daño psicológico causado en los últimos 12 meses podría durar por años.
Las tasas de envíos de niños y adolescentes a servicios de salud mental ya eran llamativamente altos antes de la pandemia en gran parte de América y Europa, pero en este último año estos envíos han aumentado un 20% en países como Inglaterra. En pocos meses de confinamiento en Madrid creció un 40% la demanda de servicios psicológicos.
Como reza la misma Organización Mundial de la Salud: «La pandemia está provocando un incremento de la demanda de servicios de salud mental. El duelo, el aislamiento, la pérdida de ingresos y el miedo están generando o agravando trastornos de salud mental. Muchas personas han aumentado su consumo de alcohol o drogas y sufren crecientes problemas de insomnio y ansiedad». El prospecto par a los jóvenes de buscar empleo en una recesión post-pandemia tampoco es esperanzador.
No puede ser otra la consecuencia cuando se les obliga a los jóvenes a quedarse siempre en casa con padres que también enfrentan situaciones difíciles, y a experimentar la vida a través de una pantalla: educación, entretenimiento, reuniones sociales, actividades laborales, todo por su aplicación virtual favorita, incluso el funeral de algún familiar o su propio acto de graduación reducido al “mago de la cara de vidrio”. Un experimento global sin precedentes.

Ya se ha hablado bastante del círculo vicioso donde mundo fantasioso e irreal del Internet conduce a que muchas personas se sientan mal consigo mismas y paradójicamente acudan a este mismo mundo para buscar apoyo social. Esto ahora se ha multiplicado. Si bien es posible aprovechar aspectos de la Web con fines positivos, las condiciones actuales suelen conducir a prácticas no saludables.
Lo peor tal vez sea que nadie ve un regreso a los tiempos previos al 2020, sino una aceptación tácita de este mundo virtualizado.
Los niños y adolescentes se necesitan los unos a los otros. Jugar, hablar, reír, competir, pelear, tocarse. No es un simple pasatiempo, sino un asunto vital para para su desarrollo mental. La cultura del distanciamiento social está por cumplir un año y no pocos auguran que durará unos cuantos años más. Los efectos pueden ser irreversibles. Queda de parte de los adultos reflexionar sobre qué mundo están creando para los más pequeños durante la etapa más influyente de sus vidas.