La venganza de la Historia

Por Silvio Salas

«La era asociada con los intentos de construir un orden mundial unipolar, centralizado, ha terminado. Aunque, en realidad, nunca comenzó. Solo se emprendió un intento en esta dirección. Pero eso también es historia».

  • Vladimir Putin

Si el célebre discurso de Putin del año 2007 en el hotel Bayrischer Hof fue una dura refutación de la pretensión de Estados Unidos de imponer un orden unipolar, su discurso de 2021 en Davos es la constatación de su fracaso. Y es que el proyecto construido a base de combinar el soft power con las bombas de la gran potencia americana hace aguas por todas partes: la desangra económicamente, desata crisis migratorias y recrudece la violencia sectaria en Medio Oriente.

El doble rasero es escandaloso. A Rusia se le niega legitimidad para actuar dentro de su esfera de influencia histórica, mientras se alienta la intervención de Estados Unidos en territorios ubicados a miles de kilómetros de sus fronteras. Todo sea con la intención de llevar la democracia y los sagrados DD. HH.

La construcción del villano perfecto

Putin es, en palabras de Éric Zemmour, un villano perfecto. Y más allá de eso, para el escritor francés, Putin es una máquina del tiempo. Un estadista que usa la guerra como lo haría cualquier líder del s. XIX: como extensión de la política. Un hombre que no va a abandonar a sus aliados como lo hicieron los liberales rusos en los 90 con Serbia.

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Imagen cortesía.

No es una osadía decir que hoy Rusia, bajo su encarnación más conservadora en al menos 100 años, genera un rechazo más unánime, un asedio más implacable, que cuando operaba gulags. Cualquier perturbación al orden establecido le es atribuida a su “injerencia”. La Guerra Fría terminó con 13 estados miembros de la OTAN, actualmente son 29… y contando.

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En el imaginario de la prensa bienpensante, Putin es una suerte de villano bondiano que lo mismo promueve al Front Nacional (ahora Reagrupación Nacional) de Marine Le Pen en Francia, que a la Lega de Salvini en Italia y al laborismo de Corbyn en Reino Unido. Todo tras haber inclinado decisivamente la balanza a favor del Brexit y de Trump difundiendo bulos desde granjas de Fake News (casi sería cómico si no fuera tan delirante).

Su demonización responde a una necesidad del sistema. Dicho sistema (llámenlo globalismo, o como prefieran) no es capaz de generar adhesiones por sí mismo: los grandes consensos políticos sobre los que descansa se resquebrajan por el ascenso de las fuerzas soberanistas. Ante este escenario, el único agente aglutinador es la invención de una amenaza externa. En lenguaje de la literatura infantil: un “coco”.

Una sola civilización

«Geográficamente y, lo que es más importante, culturalmente somos una sola civilización»

  • Vladimir Putin en un dialogo sobre Europa con Klaus Schawb

“Rusia es europea y a la vez es la negación de Europa”, me dijo recientemente el profesor Érik del Bufalo en una entrevista. Pero matizaba: “no es europea en la forma actual de Europa”, es decir, esclerótica y espiritualmente agotada, sino que lo es en su sentido primario: “un bastión cristiano”.  En otras palabras, Rusia es lo que a Europa se le ha olvidado ser. Por ir a contrapelo de las corrientes progresistas, debe ser castigada.

Escuece que el gobierno “putinista” durante las últimas dos décadas haya reconstruido o edificado más de 20.000 iglesias; escuece que se oponga a la sexualización de la infancia (véase la mal llamada “ley contra la propaganda gay”); escuece que rechace sin ambages el multiculturalismo; escuece que haya instituido la educación religiosa a todos los niveles, escuece que haya blindado constitucionalmente el matrimonio tradicional; pero, sobre todo, escuece su recuperación de la soberanía tras el entreguismo de Yeltsin.  

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Catedral Principal de las Fuerzas Armadas Rusas inaugurada en 2020. Imagen cortesía.

En la visión dominante de las elites occidentales la única aspiración posible es la del american way of life, el pináculo de la civilización —la suma de todos los esfuerzos anteriores del hombre— lo representan los pantalones de mezclilla, las películas de superhéroes y las hamburguesas de McDonald’s No hay lugar para pueblos ni culturas con su especificidad. Rusia es un obstáculo para la creación de aquello que Jean Raspail llamaba la “papilla mundialista”, donde todas las identidades se disuelven.

La democracia como vil excusa

Boris Yeltsin, tras aplicar una terapia de choque que le recetaron tecnócratas locales y foráneos (desde Jeffrey Sachs a Yegor Gaidar), dejó un saldo de 64 millones de pobres. En 1993, uno de los periodos más críticos de su gestión, la expectativa de vida del ruso promedio había descendido de 65 a 58 años. El alcoholismo y los suicidios se convertían en un mal generalizado, y las calles se abarrotaban de mendigos y vendedores ambulantes.

Su gobierno cedió la más elemental soberanía en pos de un supuesto progreso económico que no sólo nunca llegó, sino que se tradujo en la creación de un régimen oligárquico y archicorrupto. Es bastante entendible que una sociedad que ha experimentado esa clase de traumas vea con poco entusiasmo la democracia y el liberalismo, pues para ella son sinónimos de humillación, pobreza y emasculación.

Mientras la UE y la administración Biden anuncian —con la excusa del encarcelamiento de su fantoche de turno: Alexei Navalny— una nueva batería de sanciones anti-Putin, cuesta no recordar como algunos de esos mismos actores aplaudieron la disolución de la Duma por parte de Yeltsin y su posterior asedio con tanques de guerra. El episodio, que se cerró con decenas de muertos, fue justificado por Bill Clinton como necesario para “insertar a Rusia en la economía global”.

Porque acá las contradicciones y las inconsistencias no son casuales. El gran problema no es que Rusia no sea “democrática y plural”, ya que nunca lo ha sido (a pesar de lo que sugiere la leyenda rosa de la era Gorbachov), el problema es que no es funcional al orden que se busca establecer.  Los mismos que hostigan al país ortodoxo tratan con guantes de seda a la China del aspirante a emperador Xi Jinping.  

Partisano contra el liberalismo

Putin es el regreso de un mundo donde los países son comunidades políticas y no gigantescos supermercados. Lo que se propone no es solamente un reforzamiento del Estado-nación frente al asalto de las instituciones supranacionales, sino dar un paso más allá: configurar un Estado-civilización. Dicho Estado-civilización puede cosechar algunos de los beneficios de la globalización económica y, simultáneamente, reducir la influencia homogeneizante de la globalización político-cultural.

Su gran pecado, lo que no se le perdona, es retrasar el fin de la Historia que arrogantemente nos anunciaba Fukuyama. El eslogan “There is no alternative” (TINA), acuñado por Geoffrey Howe e inmortalizado por Margaret Thatcher, ha perdido fuerza. Ni la Historia se ha acabado ni han desaparecido las alternativas a la globalización liberal. Frente al progresismo blandiblú y de género fluido, resurge la Santa Rusia.

Silvio Salas, venezolano, es aspirante a escritor y estudiante de Comunicación Social.