por Manuel Vicente Navas, desde España
Andalucía, una visión crítica
“Andaluces, levantaos, pedid…” y hasta ahí entonan el himno muchos andaluces durante demasiado tiempo ya como para ser fieles al espíritu del 28-F de hace 41 años en el que la sociedad andaluza se erigía como dueña de su propio destino sin tener que seguir las directrices que les vinieran marcada desde Madrid.
Después de los 36 años de la dictadura franquista en los que imperó un férreo centralismo, el concepto de autonomía se abría paso entre los andaluces como la posibilidad de tener capacidad de decisión sobre aspectos importantes de su propio devenir.
Así fue durante el periodo inicial de construcción de la autonomía en el que Andalucía hubo de dotarse de unas estructuras jurídicas y administrativas sobre las que se asientan la Junta de Andalucía, compuesta por el Consejo de Gobierno y sus sociedades instrumentales, el Parlamento autonómico y el Tribunal Superior de Justicia, amparados por el Estatuto de Autonomía.
El proceso de constitución de las nuevas instituciones marcaba un camino que tristemente no fue seguido ni por la sociedad ni por los dirigentes que a continuación llegaron. La incorporación al Gobierno autonómico del socialista Manuel Chaves en 1990 supuso una inyección de anestesia al ímpetu autonomista y a las ansias de autogobierno de Andalucía, convirtiéndose en un mero apéndice a las instituciones centralistas que también dirigía el PSOE con la Presidencia del todopoderoso Felipe González.
Eran los albores del nuevo régimen que iba a someter a la sociedad andaluza para perdurar otros 36 años, curiosamente la misma duración que el franquista, conformando la versión ibérica del PRI mexicano.
Carente de proyecto político y con la única pretensión de mantenerse en el poder, el nuevo régimen socialista construyó un entramado de instrumentos que le permitía comprar voluntades a bajo coste por todo el territorio andaluz, y sobre todo por el extenso medio rural, que, acostumbrado a vivir al cobijo de los señoritos franquistas, buscaba otras manos que le garantizaran un sustento mínimo para subsistir.

La dinámica esencial consistía en reclamar fondos de instancias superiores para posteriormente repartirlas entre los sectores sociales adocenados con el fin de vigorizar su conformismo y garantizarse unas redes clientelares fieles en el voto de manera que una pequeña élite afín al PSOE y su clase dirigente mantuvieran una posición de privilegio el mayor tiempo posible.
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La Junta de Andalucía era la destinataria, por tanto, de las ayudas procedentes de la Unión Europea a través de programas como el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), los Fondos de Cohesión o el Fondo Social Europeo, además de otras ayudas como las procedentes de la Política Agraria Común (PAC), que reciben directamente los agricultores.
Desde la incorporación de España a la entonces llamada Comunidad Económica Europea, Andalucía ha recibido en torno a 100.000 millones de euros procedentes de los organismos comunitarios para colaborar en su modernización y convergencia con la media europea de bienestar.
Sin embargo, esta ingente cantidad de dinero apenas ha tenido repercusión en el desarrollo de la región, como lo demuestra el hecho de que hoy en día su Producto Interior Bruto (PIB) se sitúe por debajo del 75% de la media comunitaria a pesar de en 2004 se incorporaron al club europeo países procedentes de la antigua órbita soviética.
Durante los años de régimen del PSOE, Andalucía ha asumido su condición de pedigüeña y ha hecho de la reclamación su “leitmotiv” en todos los órdenes de la vida.

Las clases populares se limitan a pedir trabajo a las administraciones, ya sea al ayuntamiento o la diputación provincial; éstos elevan la reclamación a la Junta de Andalucía y ésta llamará a la puerta del Gobierno central o de las instituciones europeas para seguir pidiendo unos fondos que seguirán siendo destinados a ayudas y subvenciones improductivas o al mantenimiento de vastas estructuras administrativas carentes de contribución al PIB o al aumento del nivel de renta.
De esta forma, se sucederán episodios como la pugna entre la Junta comandada por el PSOE y el Gobierno central del PP en torno a la denominada ‘deuda histórica’ durante los años 1996-2004, las masivas manifestaciones contra la PAC diseñada por el comisario Franz Fischler al inicio del siglo XXI que reducía las subvenciones, la incesante presión ante las autoridades de Bruselas para mantener a Andalucía como región Objetivo 1 con el consiguiente regocijo y alborozo de la dirigencia socialista ávida de dinero para mantener sus redes clientelares, de las que tampoco ha quedado al margen la clase empresarial.
El reparto entre sindicatos y empresarios de los fondos de la Unión Europea con los que se financiaban los cursos de formación, que debían servir para mejorar la cualificación de los trabajadores andaluces, sirvió sin embargo para que el régimen socialista pudiera presumir de una concertación social que, lejos de contribuir a la modernización de la estructura productiva andaluza, sólo servía para engordar las plantillas administrativas de los sindicatos UGT y CCOO y de la organización empresarial CEA, todos ellos complacientes con el régimen durante años. Se calcula que en torno a 3.000 millones de euros recibió Andalucía procedente del Fondo Social Europeo con unos resultados más que dudosos.
El uso de estos fondos fue objeto de investigación judicial, finalmente archivada, a la vez que se destapaba el mayor escándalo de corrupción conocido en Andalucía, perpetrado a través de los denominados Expedientes de Regulación de Empleo, instrumentos que deben servir para permitir a las empresas flexibilizar las plantillas en función de sus circunstancias.
Sin embargo, el Gobierno socialista andaluz utilizó estos instrumentos para favorecer la liquidación de empresas mediante la concesión discrecional de pensiones a los trabajadores éstas, e incluso a personas ajenas a ellas que tenían alguna relación con dirigentes del partido.
El resultado fue la defraudación de en torno a 740 millones de euros según la Fiscalía y, en términos de economía productiva, la desaparición de centenares de empresas y un aumento considerable de las clases pasivas. La política laboral de la Junta de Andalucía gobernada por el PSOE se limitaba, pues, a conceder pensiones a trabajadores que dejaban de trabajar en lugar de ayudar a la pervivencia de las empresas y al mantenimiento de los niveles de ocupación.
El descubrimiento de este fraude masivo fue el detonante del abandono del gobierno autonómico del PSOE a principios de 2019 merced al pacto parlamentario de los partidos de centro-derecha PP y Ciudadanos con el apoyo de Vox.
Cumplidos dos años desde el fin del régimen que anestesió las posibilidades de cambio en Andalucía, las señas de identidad del pedigüeño perfil andaluz se mantienen intactas: los ciudadanos siguen acudiendo a las instituciones buscando su sustento, las administraciones locales continúan recurriendo a las instituciones superiores, y la Junta de Andalucía confronta con el Gobierno central hoy en día no por motivos económicos sino por cuestiones sanitarias relacionadas con la pandemia de coronavirus que todo lo esconde.
No ha despertado en Andalucía la iniciativa emprendedora más allá de recurrentes apuntes propagandísticos expuestos por la nueva administración andaluza, la cual sigue sin ofrecer alternativas de desarrollo ni siquiera en estos momentos en los que el turismo ha dejado a la economía autonómica sin su principal referente.
El debate actual en los foros económicos andaluces se centra en cómo posicionarse en el sector turístico post-coronavirus para recuperar los niveles de actividad previos a la pandemia sin que ninguna instancia, ni pública ni privada, analice las posibilidades de buscar otro motor de desarrollo económico de mayor valor añadido que no sea el turístico.

Ninguna administración, asociación empresarial, o institución de análisis en Andalucía ha planteado aún una estrategia que busque una alternativa en el sector industrial o de las nuevas tecnologías.
En los primeros años de la autonomía allá por la década de los 80 del pasado siglo, el gobierno regional elaboró un Plan de Desarrollo de Andalucía, uno de cuyos objetivos primordiales era la promoción de la actividad agroindustrial para la transformación y comercialización de los productos agrícolas de las fértiles tierras de esta región.
Hoy en día aún el 64% de las exportaciones de aceite de oliva se realiza a granel a países de la Unión Europea, mayoritariamente Italia, para su envasado, con la pérdida que ello supone de valor añadido.
Los últimos datos ofrecidos por la propia Junta referidos a la campaña 2018/19 reflejan que sólo se exporta embotellado un 36% del aceite de oliva andaluz, considerado como el mejor del mundo. Con ello se demuestra que aquel objetivo marcado hace 40 años aún está muy lejos de ser una realidad.
Es evidente que la indolencia cultivada durante decenas de años en la sociedad andaluza no va a desaparecer por el mero cambio de un gobierno regional, pero también es obvio que ningún camino se recorre sin dar un primer paso, que de momento se hace esperar.
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